También Luis había sacado la faca a pasear en un par de ocasiones -buena cuenta de ello pudieron dar dos tipos altos con tatuajes en los brazos que quedaron persignados con dos buenos navajazos a bocajarro, marca de la casa-, pero a diferencia de los demás, si él había de meter mano al acero, lo hacía por honor. Un mundo urbano marginal servirá de escenario para que nuestro protagonista se someta a un reto que tendrá como campo de batalla las limitadas dimensiones de un futbolín. Allí, Luis Montero, a quien fascina el mundo de la esgrima del siglo XVII, se batirá empuñando los mandos de un moderno futbolín, al tiempo que sueña con las estocadas del Siglo de Oro. Dos mundos, convertidos en alegoría el uno del otro, confluirán en la mente de un Luis Montero que se verá obligado a sobrevivir a golpe de acero. Como fondo de todo ello, la dulce mirada de una muchacha y un inevitable sentido del honor.