Uno de los cantautores más célebres del panorama musical saca a la luz, por primera vez, recuerdos que se amontonan por los rincones de su memoria. Vivencias, tanto personales como profesionales, que surgen espontáneas, efusivas y firmes, como muestra de una intensa y apasionante existencia.
Sin recurrir a metáforas, pero con la sensibilidad propia del poeta, el cantante desgrana entre estas páginas retazos de toda una vida: sus orígenes humildes, los incidentes que marcaron su infancia y juventud, la influencia de su abuelo, las apremiantes inquietudes artísticas y sus primeras letras... El amor por la música se filtra en cada prudente mirada, tanto cuando relata las vicisitudes ligadas a cada disco o recupera los años que aguantó de censura y exilio. Idas y venidas en un mundo donde fueron decisivos sus ideales políticos y sólidos compromisos con la profesión, su matrimonio con Ana Belén o el continuo peregrinaje de conciertos por infinidad de ciudades.
El Víctor Manuel más vehemente y sincero se despliega en curtidos versos para recordar todo aquello que por alguna razón no se atrevió a contar antes. Un ejercicio de introspección tan valiente como humano que queda en la memoria. Para siempre. Si cada canción tiene una historia ligada a la suya propia, a cada instante, persona o lugar, este libro de memorias podría verse como una recopilación de todas esas pequeñas crónicas que la vida se empeña en no borrar, para bien y para mal... Fragmentos sin hilvanar de un pasado plagado de esperanzas.
«Tenían una perra sabia llamada Tula que cada día bajaba de Ribono a Mieres, a la escombrera donde trabajaba mi tío Sele, con la comida caliente en una fiambrera dentro de un cesto de mimbre. Al llegar al paso de nivel debajo de nuestra casa, Tula se paraba en seco hasta que Delfina ""la guardesa"" o quien estuviera en ese momento le decía: ""Vamos, Tula"" y ella cruzaba la vía del tren. Se sentaba delante de mi tío mientras comía y María siempre ponía algo de más en la fiambrera para que se lo diera a Tula antes de volver para Ribono. Ya de vieja, le costaba trabajo incorporarse, caminar, y fue quedándose ciega. Cuando le cavaron la fosa detrás de la casa, en la pomarada, Tula olió la tierra removida y tanteando llegó hasta el abuelo, que acababa de cavar el agujero, se metió dentro y se tumbó. El abuelo le descerrajó un tiro en la cabeza mientras de un manotazo se quitaba las lágrimas de los ojos.»