La poesía de César Vallejo surge en un momento de transición, a caballo entre los modos fosilizados de un modernismo en decadencia y el nuevo aire de libertad que significó la renovación estética preconizada por las diversas tendencias del vanguardismo. Desde sus primeras expresiones la voz del gran escritor peruano ofrece un acento original, ronco, áspero y profundamente individualizado, siempre presente a lo largo de su trayectoria posterior. La continuidad de su obra, señala Américo Ferrari en el prólogo, se alimenta de sus obsesiones, heredadas de los grandes románticos: «la incógnita del destino del hombre, su agonía entre el tiempo y la muerte, el desamparo, la orfandad humana, el silencio de Dios, y, por encima de todo, la necesidad inexplicable del dolor y del mal que el hombre ha de asumir sin comprender, los golpes del destino que nos caen sin que sepamos de dónde ni por qué». Si en Los heraldos negros (1918) Vallejo sigue fiel a Darío y a Herrera y Reissig, en Trilce (1922), ya decididamente vanguardista, lleva a la práctica su innata aspiración a la total libertad creadora; su poesía descoyuntada, hermética, llena de neologismos, irregularidades sintácticas y metáforas audaces es capaz, sin embargo, de comunicar una honda emoción. La solidaridad con el ser humano y el anhelo de justicia, temas innegablemente relacionados con el contexto vital del poeta, se hacen especialmente patentes en la última etapa parisiense de Vallejo; Poemas humanos y España, aparta de mí este cáliz, publicados póstumamente, son libros sumidos en una desolación esperanzada.