La mano delicada de Hanna Fantova ("mi Hanne", dice Einstein) desvela aquí para la historia, muertos ya de largo ambos protagonistas, a este Einstein último, intimista y accesible, que nos hace confidentes públicos de su apartamiento científico de sus colegas coetáneos ("trabajo para las generaciones venideras"), de su posición crítica en Princeton y frente a la política americana, de sus apreciaciones sobre Russell, Oppenheimer, Bohr o Heisenberg, de su maltrecho estado físico, de su condición fetiche ("me escriben todos los locos") para judíos, moros y cristianos... Lucidez y temple hechos ahora próximos, tal vez con "descuidada" complicidad. Su voz, castellana aquí de sílabas, traduce y acompaña, en paralelo, el eco intraducible de su sencilla profundidad. Por lo demás, sabido es que las contraportadas de los libros suelen abundar en argumentos de apariencia objetiva que justifiquen su publicación. Parece que se elude así, como si fuese vergonzoso confesarlo, que no hay motivo superior que la voluntad de llevarlo a cabo. En todos los casos, las valoraciones dependen, inevitablemente, del sistema de referencia del receptor, algo sobre lo que, se admitirá, los promotores del producto tienen influencia nula, salvo en su propia percepción como primeros receptores del mismo. La probabilidad de que haya potencialmente otros con pareceres próximos a los nuestros es quizá la única reserva de fuerza para lanzarlo. Esa es la fe que manejamos.