Según parece, y contra todo complaciente pronóstico, la historia parece empeñarse en una andadura que no excluye los grandes trancos. Como bien nos advertía Walter Benjamin, de cuya muerte hace ahora cincuenta años, cada uno de ellos concita en torno a sí, actualizándolos con urgencia, a todos los que lo precedieron. De ahí que, cuando ante nuestros ojos, súbitamente distanciados, parece desmoronarse todo un orden productivo y, con él, desvanecerse un familiar y bien dibujado perfil del trabajo industrial, tal vez no resulte superfluo escarbar en aquella otra conmoción, en aquella otra aceleración histórica -la de los primeros balbuceos de la sociedad industrial- que aún nos funda y, como un muerto, todavía nos posee. Y es que el taller y la fábrica -esos centros fundadores de la vida social contemporánea- continúan rodeados, hoy como ayer, de una línea de sombra que los arrumba en los rincones más opacos y reservados de nuestro imaginario social: como si las viejas y nuevas sociedades liberales aborreciesen mirarse en ese espejo demasiado fiel, en esa pars pudenda en la que los rancios capitanes de la industria -como los nuevos empresarios- se afanaban en reunir técnica y disciplina, organización y autoridad, hombres y capitales. Es precisamente un viaje histórico, sentimental y genealógico a ese lugar aparte lo que proponen estas páginas.