En una sociedad donde la mujer debía mantener unas rígidas normas de conducta para salvaguardar el honor y en la que al sacerdote se le exigía, en virtud de la obligación del celibato, alejarse de la mujer como causa mayor de pecado, el momento de la confesión suponía un encuentro único, de una intimidad inadmisible en otras circunstancias. En el confesionario, situado en un rincón apartado y oscuro de la iglesia, un hombre -que podía haber accedido al sacerdocio por causas diferentes a las vocacionales- debía exigir a la mujer penitente que olvidara temporalmente su recato para hacer un repaso exhaustivo a todo lo relacionado con el sexto mandamiento. Se trataba de un espacio en el que el creyente debía exponer todos los deseos y pasiones ocultas de su carne al juicio inapelable del sacerdote, estableciéndose de este modo una peculiar y estrecha relación entre sexualidad y confesión. Cuando el confesor se vale precisamente de su autoridad para incitar sexualmente o seducir al penitente -lo que se conoce como solicitación en confesión- se está minando uno de los pilares de la Iglesia postridentina. De resultas, se amenazaba también, en la España del siglo XVI, un orden político y social que precisaba el apuntalamiento de la institución eclesiástica. Por ello, el Tribunal de la Inquisición se dedicará a vigilar y castigar estas irregularidades a partir de entonces y hasta principios del siglo XIX. Adelina Sarrión ha investigado exhaustivamente la documentación del Tribunal de Cuenca, incluida la de su <
> para, siguiendo el ejemplo de algunos de los trabajos históricos más significativos de los últimos años, rastrear las huellas de un mundo anónimo y prácticamente desconocido hasta el momento.