Conozco mi suerte. Alguna vez irá unido a mi nombre el recuerdo de algo monstruoso, de una crisis como jamás ha habido antes en la Tierra o no soy un hombre, soy dinamita. Este es el vaticinio que lanza Friedrich Nietzsche en Ecce homo, a pocos pasos de hundirse en el abismo de la locura. Cerraba así, con un arrebatado finale, como una respuesta a las composiciones de su admirado-odiado Wagner, unas propuestas filosóficas que, a modo de gran explosión, han conmovido al mundo. De pensador prácticamente ignorado en su vida lúcida, pasa a ser leído por millones: desde su Zaratustra hasta El anticristo. Su poliédrico mensaje ha servido para etiquetarlo de burgués reaccionario a apologista del capitalismo; de demagogo seudorrevolucinario, hasta anarquista heterodoxo e, incluso, nihilista. Sin embargo, el emparejamiento más popular es el que le sitúa como portaestandarte del nazismo, al haber marcado el camino con una filosofía fomentadora del egoísmo, la voluntad de poder, el rechazo a la democracia, la cría de una raza de señores y el desprecio por los débiles y malogrados. No obstante, estas acusaciones no pueden ocultar que Nietzsche fue de los primeros en rechazar el antisemitismo y la expansiva agresión del germanismo prusiano, al tiempo que hacía llamamientos para lograr una Europa unida política y económicamente y denunciaba las ataques que por medio de la técnica se estaban ya produciendo contra la naturaleza.