Son muchos los que consideran que el hecho de moverse con dificultad en el recreo, en la clase de educación física o en la escuela deportiva no posee una entidad suficiente como para ser considerado como una dificultad de aprendizaje similar a la que pudiera manifestarse al leer, escribir o calcular. Es más, es posible que una tradicional visión determinista del desarrollo infantil les haga pensar que si la naturaleza no les ha dotado del don del movimiento coordinado, para qué insistir, no sirven para el deporte, y lo que se debe hacer es centrarles en otras tareas escolares consideradas mucho más relevantes y productivas. Tal vez no sea este el momento para destacar la abundante documentación científica que avala el papel que el movimiento tienen en todas las dimensiones del desarrollo infantil, de ahí que privar a la población escolar de estos beneficios no parece adecuado. La única materia que en el seno escolar tiene la responsabilidad de desarrollar la competencia para moverse es la educación física (Ruiz, 1995), de ahí que sea un reto y una obligación el preocuparnos por aquellos escolares que tienen más dificultad para disfrutar de aquello que sus compañeros consiguen, el ser y sentirse competentes con su cuerpo y al moverse, máxime cuando sabemos que dicha competencia motriz puede ser enriquecida y modificada cuando se aplican los programas de actuación adecuados