Dios es amor y fiesta, risa, piropo y amistad, es belleza, beso y serpentina, o, de lo contrario, ¿para qué lo queremos, o a quién puede interesar un ser siempre mayor con cara de vinagre? ¿Qué impide que ese Dios se nos comunique, recite en alta voz sus ideas y sentimientos sin ambages, alabe o recrimine, elogie y, también, ore a los hombres, inferiores a él, claro, pero hijos suyos muy queridos? He escuchado estos rezos -dice el autor de esta obra- de labios del Padre Bueno, que vive a la vuelta de la esquina y compra el periódico con las primeras luces en el mismo kiosco donde yo lo merco. Me dicen que es un trasnochador empedernido, que casi ni duerme, que no se sabe de qué vive y que anda con unas gentes muy atípicas. Será. De todos modos, si yo me he decidido a escribir estos rezos ha sido porque acaso puedan llegar a hacer dibujar una sonrisa en quienes van por la vida a golpe de corazón, como canguros, con los ojos limpios, un trébol de dos hojas en la boca, alegres a pesar de los pesares y un racimo de corcheas ensartadas en un hilo de clarete.