La mañana del 9 de febrero de 1849, Roma, una vez más, se convirtió en el centro del mundo. Cuando Giuseppe Galletti, presidente de laAsamblea constituyente romana, leyó el Decreto Fundamental de laRepública desde el balcón del Palazzo Senatorio, el clima político deItalia y de Europa mutó de forma radical. El bienio que se abre en elaño 1848 representó evidentemente uno de los momentos cruciales de lahistoria europea, donde la revolución y la consiguiente entrada enescena de los Estados Pontificios dieron un espaldarazo a lospostulados del liberalismo y a los anhelos de una Italia unida entorno a la Ciudad Eterna, faro de la península italiana desde que susmíticos fundadores se amamantaron de la Luperca. Es esta, por tanto,una historia que no deja indiferente a nadie, especialmente al saberque en pleno siglo xix un Papa tuvo que poner pies en polvorosa ydejar atrás el Vaticano ante la incertidumbre y los posibles peligrosque comenzaron a rodear a su persona. Ante este vacío de poder, elpueblo romano se echó a las calles, tomó las instituciones y no tardóen erigir un nuevo Estado romano. Este, encabezado por líderes delnacionalismo italiano como Mazzini o Garibaldi, dio paso a una seriede reformas políticas, civiles y sociales que no solo encumbraron aRoma como referente del liberalismo político, sino que despertaron laanimadversión de unas potencias europeas que no podían permitir que la chispa iniciada en Roma arrasara con una Europa todavía empapada deabsolutismo.