Al final de Rizoma, el filósofo Gilles Deleuze propone un tipo de libro que no empiece ni acabe, igual que la vida, que no nuestra propia vida. De ahí sus palabras: ""¡No seáis uno ni múltiple, sed multiplicidades!"". La idea de continuo fluir está ya en la antigüedad grecolatina y en el pensamiento oriental. Y es también el germen de este ensayo, de su escritura: si el haiku es un fogonazo, el flash de una cámara de fotos para apresar ese eterno aquí y ahora del que hablaba Basho, este libro ha pretendido ser una cadena de esos mismos instantes, como una especie de renga en prosa o, si se quiere, como uno de los solos de jazz de Bill Evans o Charlie Parker. Y es que, un siglo después de la arribada del haiku a las costas occidentales, su ramificación es tal, que resulta imposible catalogarlo como quien elabora unas páginas amarillas. No era ése el objetivo. Se trataba, tan sólo, de establecer conexiones, de tender puentes, de dar una idea general y abierta, incompleta desde su nacimiento mismo, pero que compartiera con el haiku su capacidad de sugerencia.