El 1 de enero de 1999, la Unión Monetaria Europea, de la que España forma parte, inició su andadura y, a partir de ese momento, las políticas monetarias y cambiarias dejaron de ser nacionales para ser comunes. Una situación totalmente nueva para la economía española que suscitó, necesariamente, esperanzas e inquietudes. Esperanzas, porque la UME integraba ,definitivamente, los mercados de los países miembros y permitía al tejido empresarial español, obtener economías de escala y alcance; y esperanzas, también, porque el euro, la moneda común, debía convertirse, con el tiempo, en divisa de gran peso internacional y generar una serie de beneficios para los países a los que representa. Inquietudes, porque la moneda única no produciría beneficios de forma automática. Para que las ventajas se materializaran, era preciso que las empresas pudieran adaptarse a un entorno mucho más competitivo, y que fueran capaces de resolver sus problemas de competitividad dentro de un marco organizativo en el que el tipo de cambio dejaba de ser instrumento de ajuste. En el otoño del 2009, y en medio de una fortísima perturbación, parte de la opinión pública española duda de la conveniencia de pertenecer al euro, por entender que abandonarlo permitiría recuperar las políticas cambiaria y monetaria y superar la crisis a través del impulso exterior generado por la devaluación de la moneda.