Como una recua de pesados bueyes, que marchan lentamente, unidos por una ligera cadena que los engarza, los poemas de este libro, a la manera de cantos, se desarrollan por contraste: ha de existir la carne de sus escenas épicas para que, entre res y res, leamos el brillo acerado y en ocasiones cortante que los vincula. Ha de existir el cordero sacrificial, su vellón blanco y sus entrañas expuestas, para que se haga presente la voz del dios que reclama a sus seres -herederos de los dones de creación y destrucción-, a sus reses, que no trae respuestas sino que pide pieles espesas, las que ha de prestarle lo viviente, con las que cubrirse: «dadme la voz/ de la garganta/ llena de espigas/ y sabréis/ si hablo». La multiplicidad en familias, en reatas de bueyes, en bandadas de pájaros o en ejércitos diezmados, en diálogo con la unidad de discurso enteco, casi inexistente. Y el anhelo de caballos blancos, marcados, de alcanzar -sobre sus grupas o en lo más alto de la montaña- la velocidad.