Málaga es mucho más que la suma de sus edificios, calles y plazas. Sin las personas que los habitan y habitaron, sin el cúmulo de avatares que sobre su solar acontecieron, su urbanismo no sería a la postre sino una ordenación más o menos hermosa de ladrillo y piedra. Hace tiempo que alimentaba el deseo de plasmar en el papel, si tal cosa es posible, el alma malagueña, la que rezuma al cabo de las caminatas por sus calles y plazas, a las que me he entregado durante toda mi vida. Encuentros, paradas, reflexiones y proyectos que, llevados a la marmita de la memoria, suelen dar para mucho... Y es que debo tener una mala costumbre: cuando miro, trato de ver las cosas por dentro, por detrás y por los lados. Y hasta diría que las anticosas. Con lo fácil que es derramar la mirada por el entorno y quedarse en el posado sereno, sin arietes indagadores, sin intenciones aviesas; pues nada, algún gnomo me persigue, me pincha en el iris y me acucia. Un día tras otro, peregrinando aquí y allá, y a cada nuevo que alborea, veo a Málaga rozagante, distinta, enamoradiza, singular. Será porque padezco síndrome escénico y descubro en la misma función de cada noche matices desconocidos. Para quien ha tomado el oficio de escribir, experiencias así supongo que serán ventajosas. Les pido que me acompañen; les llevaré a rincones archiconocidos y a otros que lo son menos; y les sugiero que fijen la mirada en lo que tienen delante y que establezcamos comunicación con... ¿con quién, con qué? Porque la calle, la casa, el castillo, el mercado, la iglesia y la estatua, el jardín o el cementerio, que se sepa hablan poco, y cuando lo hacen es en el lenguaje de que los dota la historia, que es mágico e intramundano y hay que entenderlo pegando la piel a las piedras, a la pose, al talante. De ahí que les emplace a pasear y acepten mis explicaciones, que serán razones en tanto en cuanto motiven lo que vengo diciendo. Serán, al cabo, fructuosos recorridos por Málaga.