Cuando allá por 1979 publicamos la monografía dedicada al pintor Eduardo Cano, madrileño de nacimiento y sevillano de asentamiento, éramos conscientes de que abordábamos una figura capital en las artes españolas decimonónicas, en aquel entonces en proceso de reivindicación. Hoy, tres décadas y media después, aquella valoración se ha enriquecido si cabe a la vista de los trabajos sobre pintura del Ochocientos, que han incrementado notablemente la bibliografía sobre la época y, lo que es importante, ponderándola en su justa medida. Aunque nacido Cano de la Peña en Madrid, el traslado de su padre a Sevilla como arquitecto mayor le posibilitará el ejercicio docente y el magisterio a toda una generación de pintores de muy brillante futuro en la ciudad y fuera de ella. Miembro de la generación puente entre el Romanticismo y el Realismo, formado en el purismo con los más granados artistas de la era isabelina (Carlos L. de Ribera y Federico de Madrazo), estudiando en París y practicando algún que otro tema costumbrista neorromántico de cuño fortuniano, inauguró brillantemente en los comedios de siglo la pintura de historia al conseguir con obras de esa temática la máxima recompensa en las dos primeras Exposiciones Nacionales de Bellas Artes de Madrid en 1856 y 1858. Obtuvo una destacada posición en la Sevilla de la segunda mitad del XIX como académico de la Real de Bellas Artes de la ciudad, Conservador del Museo de Bellas Artes y Catedrático de la Escuela de Bellas Artes. Ello propició que pudiera retratar a la nobleza, a la aristocracia y a las clases alta y media ilustradas de la sociedad local. Fue también destacado muralista, acuarelista y dibujante y, como tal, colaborador gráfico en revistas como ""La Ilustración Artística"", ""El arte en España"" y ""El Museo Universal"".