A Carlos III y a sus hombres de gobierno les tocó desarrollar, entre 1759 y 1788, el más amplio esfuerzo reformador. Fue aquella la Edad de Oro del "absolutismo ilustrado". El mayor mérito que los historiadores de todas las tendencias han reconocido a Carlos III es el de haberse rodeado de ministros activos y bastante eficaces, en quienes depositó su confianza durante largos años y les permitió disponer de los recursos del poder.
La figura humana de Carlos III no es deslumbradora. No se trata de un hombre dotado excepcionalmente ni para la política, ni para el trato humano, ni para la guerra. Aunque valeroso, como lo demostró en la campaña de 1744, no quiso labrarse la aureola de héroe. En conjunto podríamos atribuirle las cualidades de una "aurea mediocritas".
Hombre afectivo y bondadoso, de trato afable sin perder el sentido de la majestad, como nos lo describe el conde de Fernán Núñez en esa especie de "memorias" que redactó para conocimiento reservado de sus hijos. En cuanto a sus costumbres y hábitos de vida era metódico y ordenado hasta la exageración. Pues bien, este hombre de vida rutinaria y de inteligencia clara, aunque no brillante, nos ofrece la paradoja de haber sido el eje de la Monarquía reformadora y el sostenedor de los reformadores. Es por excelencia el Rey de los Ilustrados españoles.