Una docena de libros no es un mundo, pero sabemos que, a veces, cabe un mundo en el sencillo verso del renglón de un libro. Aquí está espigada la vida en la sonrisa, en la tragedia opaca, en el lamento siempre en silencio, claro compuesta por los sueños con el simple respeto de la norma, la música interior y sus latidos, todo lo que conlleva decir literatura, sabiendo que es hermoso, sensible y permisivo pensar lo que se siente, sentir lo que se dice, ahuyentar los fantasmas de otras guerras y alcanzar estos mundos que pueden ser el mismo que se anda, se vibra y se sustenta, sin querer o queriendo; referido al mundo que mantiene la savia, por más que se lacere el pasado vivido o escrutado, o este incierto futuro que se habita, cuando al fin el presente ni existe ni se intenta ni importa para vivir en paz y condenarse o ascender en sublime ansiedad hasta lo puro, esa región que llaman sideral y siempre suena a música de arcángeles castrados, si un instante se asume el recuento de todo lo que exige ser humano, ante esta opaca sinrazón de estar presente y cierto.