En cierta ocasión dijo Mme. Staël que ""viajar era el placer más aburrido"". Dejanod a un lado el hecho de que la andariega baronesa aludía, con estas palabras, a su dura experiencia personal de exiliada por Napoleón, podemos afirmar, sin ninguna exageración, que su célebre frase tenía plena vigencia en el siglo XVIII, y encerraba una realidad de lo más arriscada, si se tiene en cuenta: el pésimo estado de los caminos, la incomodidad y lentitud de los carruajes, o la sordidez de los albergues y posadas, para no hablar de otros incidentes de mayor cuantía ocasionados por las tormentas, las averías de los carricoches, la falta de tiros en las postas, los latrocinios o el bandidaje. Todo ésto significa que viajar en aquella época, aún gozando de buena salud y disponiendo del mejor roulier, era sinónimo de padecer fatigas, de soportar una serie de - inevitables - contratiempos,y de exponerse en suma a sufrir las penalidades más imprevistas. Los relatos de los viajeros de entonces ofrecen una pintoresca, a la par que inagotable, antología de ejemplos sobre este aspecto en particular de la ""vida cotidiana en el '700 europeo"". Aquí nos limitaremos a presentar algunos casos, no muy conocidos, en abono de lo que se acaba de insinuar.