¿Acaso la experiencia de la vida y la enfermedad han hecho del joven profesor que en 1978 obtenía la agregación de Historia Contemporánea en la Universidad de Murcia una persona distinta? Tal confiesa el profesor Olábarri en un reciente ensayo de ego-historia. Mas no creo que lo vean así -y el propio historiador ha reconocido la continuidad de sus conceptos historiográficos y de su proyecto intelectual- quienes hayan seguido el decurso de su vida y la producción de su obra. El tiempo no ha modificado la personalidad moral y el estilo intelectual, la «forma de estar» en el medio profesional, del profesor de la Universidad de Navarra. Ocupa Olábarri un lugar propio, singular en la Historiografía española de los últimos treinta años por sus contribuciones científicas en diversos campos: la historia vasco-navarra, la historia de las relaciones laborales y la historia de la historiografía. En todos ellos su aportación ha sido sustancial. Y no sólo por el resultado de sus investigaciones, sino por haber contribuido de manera importante a fundamentar aquellas disciplinas, criticando la ortodoxia vigente, demarcando ámbitos de estudio y avanzando líneas de investigación. Así en 1978, frente a la historia tradicional del movimiento obrero, coincidiendo en el tiempo con Política obrera en el País Vasco, 1880-1923, de Juan Pablo Fusi, la publicación de su tesis, Relaciones laborales en Vizcaya. 1890-1936, supuso un cambio radical. La perspectiva marxista, fundada en la inevitable lucha, motor de la historia, entre capital y trabajo, se sustituía por un enfoque sistémico, fundado en la metodología de las relaciones industriales. El mundo del trabajo se nos mostraba en su real complejidad, como lugar de encuentro de los distintos elementos, personas y grupos -trabajadores, empresarios, sindicatos, gobiernos, en fin, la sociedad en su conjunto- interrelacionando de forma continuada. El conflicto social obviamente existía, mas no con carácter inevitable y permanente. El tiempo fue poniendo las cosas en su sitio y hoy se reconoce «rango de pionero» a Ignacio Olábarri (F. del Rey). Este libro, Las vicisitudes de Clío (siglos XVIII-XXI), reúne un conjunto de trabajos -diez en total- publicados entre los años 1984 y 2000. Les acompaña una detallada introducción en la que se precisan los rasgos fundamentales que han ido definiendo con posterioridad la historia de la historiografía. Los estudios de Olábarri, apoyados en una impresionante erudición, han sido jalones destacados en la evolución de aquella disciplina. Y, sobre todo, fijan sus contenidos. A mi juicio, se impone un retorno a los mismos, por cuanto la historia de la historiografía se nos aparece hoy -tal como se está entendiendo entre nosotros- simplificada en exceso. Parte el profesor de Navarra, más allá de la ingenua pretensión de una historia total, y bajo la inspiración de Zubiri, de la esencial historicidad del hombre -tal es el objeto formal de la historia, el objeto material lo constituyen todos los hechos humanos-. Una historia que ha ido anexionando territorios y que aparece dotada de estatuto científico. Desde esta conceptualización -y tal como se desprende de los estudios del libro- la historia de la historiografía constituye, desde luego, un saber académicamente organizado, necesitado, por tanto, de un apoyo, de un entramado institucional. Mas no cabe reducirlo, centrándolo exclusivamente en el medio profesional de los historiadores, siquiera lo entendamos en un amplio sentido, en una «sociología de los historiadores». La historia de la historiografía, para Olábarri, comprende, no vemos cómo podría ser de otra manera -y ello no excluye que no sea útil, imprescindible, a veces, la «perspectiva sociológica» señalada-, el estudio de autores y obras, de tradiciones y corrientes culturales, de orientaciones ideológicas: ¿cómo prescindir de la historia intelectual? El intento de «formalizar» la historia de la historiografía, convirtiéndola en una disciplina «propiamente dicha», en un «saber exclusivo» que prescinde de los «escritos históricos» y de la «historia intelectual», la reduce y, en último término, la desfigura. No sólo no concluye con el «subjetivismo» de los historiadores, sino que ignora su libertad. Insistimos, sin embargo: privilegiar en ocasiones, a la hora de explicar la historia que se hace, los condicionamientos académicos, el «análisis de la producción frente a los resultados», tiene pleno sentido. Mas, ¿cómo dejar de lado los resultados? Consideremos la obra de Olábarri, ya citada, Relaciones laborales en Vizcaya. Se trata por su contenido, por su significado, por los caminos que abre -y que cierra- de un libro importante en nuestra historiografía. El autor la escribió, ciertamente, con un profundo conocimiento de lo que allende nuestras fronteras se estaba haciendo. Sin embargo, sólo si recordamos la influencia, la hegemonía, seguramente, de ciertas personas o grupos en nuestro medio profesional, se pueden explicar las críticas injustas -con ciertas excepciones- de que el libro fue objeto y las dificultades de su recepción. Vamos a concluir, retomando el comienzo de estas líneas, evocando la personalidad de Olábarri. Su generosidad, ante todo. Un ejemplo. Cuando ya, a cierta edad, dejé mi primera profesión -el derecho, la función pública- para pasar a la Universidad y dedicarme a la Historia, siguiendo mi vocación profunda, dediqué mis primeros ensayos a temas como el retorno del individuo, el auge de la biografía, la narratividad, las aportaciones del pensamiento histórico de Paul Veyne y Paul Ricoeur, la crítica de la teoría marxista. No despertaron -salvo en el profesor Jover- interés e, incluso, algún catedrático de mi Departamento parece haber comentado, eso sí, en tono amable: ¿pero estas cosas que hace Antonio son realmente historia? Alguno de estos trabajos llegó a manos de Olábarri y a él debo la primera invitación profesional que recibí para pronunciar una conferencia. Me invitó a Pamplona, donde tuve un seminario en el que participaron, entre otros, los profesores Valentín Vázquez de Prada y Agustín González Enciso. Significó mucho para mí. Es muy difícil trabajar sin un mínimo reconocimiento a lo que uno hace. Mas, lo que confiere a Olábarri rango ejemplar es el valor moral. Para sobrellevar muy difíciles circunstancias personales, sí, pero también para «estar» en el medio profesional. Valor hace falta para no conformarse, evitando problemas, con las ideas dominantes, para enfrentarse con dogmatismos e incomprensiones, para no seguir caminos trillados. Cierto que mucho antes del fin del socialismo real era visible en el panorama intelectual europeo un cierto malestar ante un pensamiento marxista, presuntamente científico, «humus en el que debía echar raíces todo pensamiento» (Sartre), pero que se había convertido en una escolástica académica que impregnaba el ambiente universitario. Así, el concepto de «relaciones laborales» de Olábarri, se dijo, tenía «un tufillo de organización sindical del franquismo». No sigamos, no sin decir que la historiografía de los últimos cuarenta años, más o menos, no debe verse como un río que discurre apaciblemente, aumentado por los más varios caudales. Corrientes y remolinos agitaron las aguas. La historia de la historiografía española debe, en ciertos aspectos, empezando por su propio contenido, replantearse. Creo que ya se está haciendo. En fin, la actitud como polemista de Olábarri, espíritu inquieto e inconformista, y desde la creencia de que sólo con el permanente debate progresa la ciencia, ha sido siempre abierta intelectualmente y respetuosa con quien pensaba de distinta manera y, al que nunca, generosamente, negó sus méritos. Antonio Morales Moya Catedrático Emérito de Historia Contemporánea