El rayo de luz ha salido a la calle con el crepúsculo. Me refiero al rayo de luz noctámbulo, que se pasea crepitando por el neón y titila en los anuncios luminosos. Atrae y no deslumbra, viste de todos los colores y engalana las calles; es artificial y frívolo, zumbador y díscolo, promiscuo y vicioso. Promete muchas cosas con un solo destello, como un guiño. Está dispuesto a alumbrar el sueño de los justos, toma formas y colores caprichosos para atraer a los renegados. Es como un campo de estrellas caídas, marca el plano de la ciudad con fulgores impertinentes, enseña el camino a quienes regresan a la oscuridad. Los demás, sólo deben seguir relajadamente la luz. Les conducirá por las escaleras mecánicas a uno de los palacios eléctricos donde es la soberana. Les llevará de la mano incorpórea entre los cuerpos tintados y los reflejos medulares, hasta el corazón del resplandor. El corazón del resplandor no es luz ni oscuridad: está más allá de toda definición. La propia luz se configura, se adueña de un cuerpo y se vuelve material, casi tangible, cuando se humaniza y es capaz de transfigurarse en un beso, en un volumen o en un rostro. Niega sus propias facultades, se vuelve demonio, se transforma en luz negra, o se encierra en una urna de cristal. La caricia ha sido capturada, o mejor dicho, el momento de la caricia. Pobre luz esclava. Pobre rayo de luz condenado por toda la eternidad a formar parte de un zoológico cromático. La luz que un día alumbró mis deseos está presa en el tiempo y el espacio, no es sol ni luna, ni estrella o agujero. Es tan solo ilusión de permanencia, juego de espejismos, escenificación cromática. Parece pedir socorro desde su celda. Por eso me vuelvo a la ciudad iluminada, a la luz que envuelve los edificios, me pierdo entre los vibrantes neones y los anuncios luminosos que me apremian y me enseñan el camino. Me pregunto si es la luz mi esclava, o soy yo el esclavo de la luz.