«La casa donde nací, como la de tantos amigos del barrio, era casa de un solo libro. Y no es metáfora ni cosa semejante», nos dice el narrador al principio de esta historia extrañamente autobiográfica. Un día, tras leer ese único libro, comprende que su destino es leer. Vivir para leer y leer para vivir. Tiene treinta años, trabaja de obrero textil, está casado y es padre de un bebé. Padece de una disritmia que le diagnosticaron en la infancia; algo así como «un principio de inexistencia momentánea» que le hace perder conciencia de su estar en el mundo y queda congelado, por ejemplo, en medio de un partido de fútbol o durante el recreo en el patio de la escuela. Otro día, porque ha leído una novela de Onetti que le ha dado «una noche de gran felicidad», se alquila un cuarto en un hotelucho, a modo de trinchera, sólo para ir a escribir. «No escribir -confiesa- es una forma de aceptar la realidad». Y en esa habitación decide convertir la vida propia en literatura y crear la propia vida escribiendo, no sin dejar de vacilar entre lo verdadero y lo falso. En la pausa, un relato en apariencia sencillo, en apariencia inocente y, por momentos, excéntrico, cuenta la historia desnuda, a través de hechos simples de la vida diaria, de alguien que se convierte en lector en las circunstancias menos propicias. Pero acaso sea también, y sobre todo, una conversación con el lector colectivo que llevamos dentro, una narración concebida desde la escasez, que nos habla, con una alegría inusual, de la precariedad como una manera creíble de estar en este mundo.