Aunque sus orígenes se remontan a los del cine mismo -Georges Méliès cultivó principalmente la ciencia ficción-, el género conoció su edad de oro a partir de 1950, cuando coincidieron en la cartelera Cohete K-1, de Kurt Neumann y Con destino a la Luna, de Irving Pichell. Aquella primera década de esplendor de la fantaciencia se caracterizó por su beligerancia. Tan apegadas a la realidad como alejadas de la cotidianidad, las películas de los años 50, salvo contadas excepciones, fueron sutiles armas de la Guerra Fría. Presentes aún en la memoria colectiva las bombas atómicas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki, el miedo al holocausto nuclear fue uno de los principales argumentos de aquellas producciones. Sin embargo, pese a que ese temor impulsó un interés por la divulgación científica desconocido hasta entonces, aquellas cintas tuvieron en la serie B su Arcadia. Ya en los años 60, después de haberse estrenado las mejores adaptaciones de Wells y Verne, la Guerra Fría comienza a ser objeto de parodias -¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (Stanley Kubrick, 1963)- y el anticomunismo de antaño da paso a un nuevo entendimiento más tolerante. Del miedo al holocausto nuclear se pasa a las pastorales poscatástrofe -El planeta de los simios (Franklin J. Schaffner, 1968)-; de los filmes de bajo presupuesto, a las superproducciones. El género alcanza su plenitud en 2001: una odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968), su obra maestra. A la sazón, el de ciencia ficción ha dejado de ser un cine dirigido al público adolescente. Tanto es así que interesa a realizadores tan intelectualizados como los de la nouvelle vague. Es el cenit de su edad de oro.