Es su poesía un grito, un balbuceo hacia lo otro, contra lo otro, un grito y un balbuceo que desde luego no obvian el compromiso, esa especie de bestia negra, de personal peludo y mefistotélico de la poesía contemporánea. Hoy más que nunca creo, con Abril, en el valor del compromiso personal, en el valor crítico y vocacionalmente cimarrón de la poesía: no es que confiera a este valor prerrogativa alguna en la transformación inmediata de la realidad, pues ya se sabe de la crónica decrepitud social de la poesía, y no digamos de su manifiesta incapacidad para transformar incluso al propio hacedor de versos, pero a pesar de ello el poeta está obligado a reflexionar sobre su propio mundo, sobre sus trampas, sobre sus miserias, también sobre sus esperanzas, y todo ha de hacerlo con rigor, sin mala conciencia, sabiendo que la materia poética, que puede y debe revelar humanamente a Dios, que puede mostrarnos nuestra miseria frente al tiempo, que puede indagar y reflexionar en los más oscuros vericuetos del pensamiento, no tiene por qué ser ajena al horror y a la miseria temporal y humana, a la esperanza de un futuro otro, de un futuro más vivible desde lo humano, desde la dignidad de lo humano para ser un poco más preciso