En el pasado, los museos fueron el resultado de la paciente labor investigadora de eruditos, sabios o diletantes; pero en España hubo otro tiempo, no tan lejano, en que fueron los ignorantes y los arrogantes quienes construyeron y diseñaron los museos. De esta forma, se pasó de un tipo de museo con objetos pacientemente recuperados e investigados, pero deficientemente expuestos, a un museo sin objetos, sin investigación que avalara ninguna idea, pero con un magnífico plumaje. Museos que, al igual que los loros, hablaban al público, pero no le transmitían nada. Y de la misma forma en que se construyeron autopistas y trenes de alta velocidad sin pasajeros y aeropuertos sin aviones, en España se construyeron también museos sin ideas ni objetos. El resultado de este aquelarre cultural, auténtico festín de brujas, han sido magníficos edificios habitados por las telarañas. Insostenibles, inútiles, sin otra función que alimentar los bolsillos de la especulación que atenaza no ya el crecimiento de la cultura, sino también su propia existencia. Y en este panorama subsisten los museos, los de siempre, aquellos que habían nacido de la labor esforzada de sabios trabajadores de la cultura. Ellos no estuvieron presentes en el aquelarre cultural. Tampoco se beneficiaron de la especulación. Apenas se sostuvieron con sus andrajos frente al insultante despilfarro de los ricos. Frente a ello, hay que levantar la voz del Museo Pobre, del que no tiene recursos y nunca los ha tenido; del museo que ha sobrevivido a las guerras, a las bombas, al hambre y a los inviernos sin calefacción; aquellos museos cuyo director abre por la mañana y cierra por la noche, lleva la administración y atiende a las visitas, y cuyas vitrinas fueron compradas a base de las miajas que caían del despilfarro de los ricos.