De ningún personaje histórico se ha escrito más en el mundo. Nadie ha tenido un poder de irradiación y de atracción como el de Jesús de Nazaret, ni ha sido nombrado, evocado y llamado, incluso más allá de las fronteras del cristianismo, suscitando una admiración y amor como ningún otro ser humano. ¿Qué puede decir la dogmática a los sencillos creyentes si se tiene en cuenta que la fe no es sólo razón sino también sentimiento? La teología que trata de explicar a Jesús como un Dios bajado del cielo, adentrándose únicamente en los misterios ontológicos de la naturaleza divina, nada dice a nuestros sentimientos humanos, pues ante lo misterioso es muy difícil que latan las emociones. Entre la mayoría de los cristianos, a causa de esta fuerte dogmatización, pocos son los que sepan discernir qué pertenece a la historia de ese hombre terreno y qué son los añadidos metahistóricos de la fe. Puesta la narración evangélica por encima de los dogmas, credos y teología, vemos en Jesús a un ser humano, con sentimientos y anhelos, necesidades, sufrimientos y alegría iguales a los nuestros, un hombre que se convierte en Hijo de Dios, llamado a coexistir con Él en relación de Hijo a Padre, porque Dios lo designó desde toda la eternidad para que fuera el que nos indicara su amor y realizara su proyecto salvífico para todos los hombres. Busquémosle como históricamente era, pues existe, hasta cierto punto, una oposición entre el ""Cristo de nuestra fe"", el que confesamos resucitado y glorificado y ""el Jesús histórico"", cuyos retazos de su vida terrenal narran los evangelios canónicos y apócrifos, del que dan noticia las primeras generaciones de nuestra era. Un Jesús tan amable y liberador que hace exclamar a gran número de hombres con el increyente Millán Machovec: Yo no lamentaría la desaparición de muchas cosas, incluso de la misma religión. Pero si tuviera que vivir en un mundo que olvidara a Jesús, a la ""causa de Jesús"", no querría vivir...