Cuando en los albores de la década de los setenta aparecía ""Del arte objetual al arte de concepto"", el libro no aspiraba sino a ofrecer un balance de los años sesenta y sus estribaciones en la década siguiente. Con esta ampliación a los últimos confines cronológicos pretendía ante todo ahondar en la poética de cada tendencia, y sintonizar, desde nuestra peculiar situación cultural, artística y política, con el panorama artístico internacional. La convergencia de una información positivista y la obsesión por retornar a las obras mismas, se verían complementadas por una voluntad de rebasar los sociologismos o las estrechas fronteras del realismo social en boga. Con ello no se traslución sino las preocupaciones metodológicas del momento y los estímulos de la estética en la vía abierta, entre otros, por W. Benjamin, en sus análisis sobre las figuraciones de lo moderno, y G. della Volpe, en sus preocupaciones por los lenguajes artísticos. Sin duda, uno de los reconocidos aciertos de la obra fue el propio título, pronto adoptado cual palabra de orden de lo que acontecía en el mundo de las artes. El libro quedó encumbrado como el texto legitimador de lo ""nuevo"", viéndose envuelto e incluso erróneamente reducido en el torbellino del conceptualismo. Desde la perspectiva actual, se trata de un ensayo, considerado ya clásico, sobre el periodo que abarca, fácil presa de correcciones y de críticas, con todo lo que ello acarrea de sedimentación y de osadía, pero que, y tal vez en ello radica uno de sus valores más reconocidos, rezuma el clima que se respiraba en su momento. Con objeto de fijar el texto tal como surgió en su momento, y, por tanto, valorarlo como conviene en la perspectiva historiográfica, el autor ha procedido a eliminar el ""Epílogo sobre la sensibilidad postmoderna"", añadido posteriormente, y le ha dotado de un nuevo aparato gráfico que constituye en sí mismo un potente discurso plástico que transcurre paralelo al textual, con el que se encuentra plenamente imbricado.