Las colecciones de poemas que Olga Luis Rivero ha publicado hasta ahora presentan versos alertas, personales, y hasta atrevidos en ocasiones. Desde En la ola de zarzas gemas (1989) hasta Verano (2003), Olga ha ido ensanchando los paisajes poéticos por los que se mueve, donde se puede fácilmente percibir una amalgama de premisas estilísticas y temáticas. Seguro que aquellos lectores que han seguido su trayectoria desde las últimas décadas del siglo XX, primero adornándose con la sencillez del poema corto y después hasta llegar a su confirmación como poeta de la evocación, no se extrañarán de que ella se reafirme en «algunos mitos que siempre aparecen, difíciles de descifrar para mí misma y, cada vez más, en mi propio lenguaje.» Yo no calificaría su poesía de iconoclasta ni de que haya un interés por la innovación formal per se, pero si leemos sus poemas de manera secuencial su obra sí que ofrece una visión interna de su proceso vital durante estos años. Y, junto a ello, un proceso cultural donde ella y sus referencias literarias -Emily Dickinson, Jorge L. Borges, Dylan Thomas- escriben conjuntamente sobre esos aspectos todavía bastante desconocidos que nos circundan, pero de los que sospechamos de su importancia desde nuestro nacimiento: la naturaleza (fundamentalmente el agua y los animales en su caso), el silencio, la muerte, los sentimientos... Por supuesto que son poemas muy ricos en historia personal. Al mismo tiempo, también ofrecen la prudente articulación de vectores que han incidido en los ideales de una generación: los riesgos matizados o anulados, adhesiones y proscripciones como mujer, o reverberaciones entre el yo y la creatividad. Tales cuestiones, que Olga examina sin contestar de manera irrefutable, son de una importancia decisiva para entender su desarrollo poético.