En la Barcelona de los años cuarenta una niña de ocho años contempla la vida que discurre más allá del muro de su casa situada en las faldas del Tibidabo, en lo que por entonces eran terrenos entre huertas, baldíos y pequeñas casitas suburbiales. La niña, desde su mundo protector, da sus primeros pasos asombrados al mundo que la rodea entre animales de todos los pelajes: los caballos y los mulos que arrastran los carros de la basura y de la alfalfa, las gallinas, los conejos. Las palomas que se crían en cobertizos y gallineros improvisados. Los perros, callejeros o falderos, los peces (los de los estanques y también los que lleva el pescadero que canta su mercancía de puerta en puerta). Las vacas lecheras, los gusanos de seda que los niños alimentan con hojas de morera o los gallos que compiten con sus cantos con los gritos de sus dueños. Pero no menos asombrada queda ante el también variado pelaje de la humanidad del barrio. Una señorita cursi y remilgada que trabaja mucho, come poco y parece destinada a seguir toda la vida conversando con su loro. Una familia de gitanos taxistas, una señora muy señora, con marido y amante de toda la vida, que sólo come pechugas del por entonces desconocido animal llamado pollo, una misteriosa dama rusa que recibe a las visitas entre vuelos de palomas...