A mediados del siglo XIX, Carlota, esposa de Maximiliano, archiduque de Austria, era una de las estrellas más rutilantes de la realeza europea. Emparentada en primer grado con las dinastías reinantes (hija del rey de los belgas, prima de la reina Victoria, cuñada del emperador Francisco José de Austria), la joven princesa, tan ambiciosa como enamorada de su esposo, no se conformaba con un destino de segundona.
Creyó estar llamada a la gloria cuando el emperador Napoléon III de Francia avaló la candidatura de Maximiliano para una misión increíble: ser el emperador de México. Cuando llegaron a la capital azteca,
fueron recibidos con el rechazo de la mayor parte de la población. Maximiliano decidió quedarse en México mientras ella regresaba a Europa para recabar el apoyo de su familia. Todos le volvieron la espalda.
Maximiliano fue fusilado por los partidarios de Benito Juárez y ella se quedó en Europa, con la cabeza definitivamente perdida, prisionera de su propio hermano y añorando hasta el último día de su vida una corona que nunca fue suya.