En el mítico 1898, la contemporaneidad había llegado a Toledo, aún cuando en Zocodover, en la Puerta de Bisagra, en la gótica catedral y en su trepidante laberinto urbanístico todavía resonaran con fuerza los embates medievales, se inhalaran los aterciopelados aromas de su aljama o se escuchara la rapsodia de romances hilvanados con los lamentos de la comunidad judía desterrada de su amada Sefarad. Al inaugurarse el siglo XX, la vida toledana todavía se concentraba en el interior de sus murallas como si de una elevada isla simbólica se tratara. Pero Toledo, la otrora ciudad de las tres culturas, era a esas alturas temporales un espacio de contrastes donde pervivían las estampas tradicionales con los progresivos adelantos técnicos. Precisamente, es en la Edad de Plata cuando asistimos a la revalorización del potencial cultural de esta ciudad de pasado glorioso. Junto al redescubrimiento de El Greco, es posible contemplar el despertar del turismo «toledanista», gestado gracias a estímulos externos en la centuria decimonónica (cuando la ciudad del Tajo fue visitada por intelectuales extranjeros de la categoría de Andersen, Gautier o Doré), y desarrollado en décadas sucesivas en virtud de impulsos internos liderados por españoles enamorados de la «ciudad imperial», entre los que destacan Galdós, Arredondo, Urabayen, Cossío, el marqués de la Vega-Inclán y Marañón.