Kully querría poder nadar o volar en vez de recorrer los hoteles de toda Europa tras el rastro de su padre, un escritor que se ha visto obligado a abandonar la Alemania nazi. Con diez años, ha descubierto que una frontera no es una verja de jardín tan alta como el cielo, sino algo que sucede en el tren y es imposible de cruzar sin pasaporte ni visado. Ella preferiría que fuera un simple pedazo de tierra en el que quedarse, construir una cabaña y desde allí sacarle la lengua a los países de derecha e izquierda. Aunque ha tenido que dejar el colegio, sabe que las matemáticas sirven para entender las cotizaciones de las monedas, que es mil veces mejor tener diez dólares que un marco, y ya es capaz de expresarse prácticamente en cualquier idioma extranjero, a pesar de que le cueste distinguir cuál está hablando en cada momento. Niña de todos los países, publicada por primera vez en Ámsterdam en 1938, es una novela encantadora en la que las vicisitudes y la melancolía del exilio se ocultan tras la mirada vivaz de su inolvidable protagonista.