Luis Javier Moreno está entre nosotros en St. Louis. Puede, por ejemplo, detenerse en San Juan de la Cruz o en la poesía de Horacio con la misma soltura con la que habla de los tríos mexicanos que le gusta escuchar y que tararea mientras se sirve un poco más de Jack Daniel's para volver a empezar a hablar sobre Goya o los desnudos de Florencia. O nos explica la actitud de la escultura y cómo uno puede pasar a visitarlas adentro de ellas mismas. Nos habla también de la idea de nosotros, de la traducción literal, de los paisajes de Segovia. Nos aclara por qué los lugares más tristes son aquellos en los que abundan las flores amarillas. Nos plantea un argumento ontológico y nos pone de cara a la pared para que podamos empezar a ver... Luis, entonces, como abandonado en St. Louis, hecho nuestro para dejarnos algo para eso que, él sabe, vendrá después, cuando él se vaya y nos quedemos solos. Como si Luis estuviera programando todo, como si lo hubiera escrito en alguno de sus versos en tierra. Y nosotros, en este libreto, somos meros pianistas de una escritura ya escrita, de un sueño ya soñado. Citas desplazadas fuera de esos cuadernos de composición que Luis llena y apila esmeradamente. Seguidores, en definitiva, de una partitura que no controlamos pero que nos hace.