¿Sabía yo, hasta ahora, que abrir y cerrar los ojos, acostarse, moverse, pensar, soñar, hablar, callarse, escribir, leer, constituyen gestos y manifestaciones de la subversión; el despertar que conmociona el orden del sueño, el pensamiento que se ensaña con la nada a fin de tener razón, la palabra que parte, desplegándose, el silencio y la lectura que restablece, en cada frase, el escrito en cuestión? ¿Acaso sabía yo que existen grados en la subversión, que sólo somos realmente subversivos, en nuestra relación con el otro, cuando no nos esforzamos en serlo y que, en ese clima de no suspicacia, favorecido por nuestro comportamiento natural, nadie, a nuestro alrededor, lo percibe todavía? La vida se rebela, en todo momento, contra la muerte; el pensamiento, contra lo impensado, y el libro que se escribe, contra el libro escrito. Existir, pensar, escribir nos comprometería, entonces, a perseguir indirectamente un equilibrio interior frente a actos subterráneos de subversión, equilibrio que se encontraría, al fin, dejándolos enfrentarse libremente en nosotros. Somos el lugar despedazado de esos conflictos. Logramos localizarlos espaciándolos y limitándolos en el tiempo; es lo que llamamos: vivir, con nosotros mismos, en armonía.