Carmen Amaya fue mujer y gitana de personalidad muy singular. Catalana, la más universal de su tiempo, y aún hoy, aunque a veces no se le haya reconocido. Fue, claro está, una grandiosa artista, cantaora más que notable y bailaora genial. La más genial e irrepetible de todos los tiempos. Era tal la fuerza con la bata de cola, o vestida con pantalón de talle y chaleco, y el brío que ponía, el ímpetu, que se diría imposible en una mujer. Su cara de pantera hermosa, la pequeña cabecita, su pelo de azabache, los flamenquísimos brazos, su abrasadora mirada, el talle escaso, su cuerpo menudo en felina tensión... Toda ella, componían una estampa inconfundible. Gozó en vida de la admiración general y entusiasta de cuantos la vieron bailar. Su solo nombre llenó teatros enteros. La llaman de todas partes y a todas acude. Firma contratos fabulosos. Rueda películas en Hollywood, graba discos... Carmen Amaya es un capítulo aparte en la historia del baile, es una figura inclasificable y única. Y por todo ello, inmortal. Imperecedera. Eterna. Leyenda viva. Carmen era un hermoso y bello mito de sí misma. Y nos consuela pensar que los mitos no mueren. Más bien que nacen de verdad a partir de la muerte. Ahora que ya no está entre nosotros continúa bailando en las azoteas del viento.