La lluvia caía fina sobre las enlodadas calles. Formando irregulares manzanas las chabolas de los obreros se alineaban hasta formar un pequeño suburbio entorno a la fábrica textil. La fábrica se erguía en el centro, era una mole gris. Una montaña, de cuya cima normalmente se desprendían densas humaredas negras. Hoy, sin embargo, la fina capa de lluvia dejaba entrever una masa gris, callada, muerta. En los míseros barracones los obreros se reunían y hacían comidas colectivas. Los alimentos debían durar el mayor tiempo posible. La consigna era, desde la mañana del anterior día, resistir. El motivo: la huelga indefinida. La huelga, salvaje según los periódicos burgueses, tenía como objetivo impedir que el nuevo presidente del Consejo de Administración cerrara la fábrica, y la trasladara a otro lugar. Los motivos aducidos eran de rentabilidad. Una rentabilidad que condenaría a los obreros, no a la miseria en la que vivían, sino a morir de hambre. Era el segundo día de huelga... El café humeante perfumaba aquel ambiente cerrado y lleno de papeles pringosos. El inspector amaba estos momentos de paz, era una especie de tregua entre el traumático despertar de cada día -a las seis de la mañana- y el ingente trabajo que le esperaba en la oficina. Aquella semana se presentaba especialmente conflictiva: una huelga indefinida, ya entrando en su tercer día, de los trabajadores textiles, y el supuesto asesinato del industrial Pedro Justo, presidente del Consejo de Administración de la fábrica textil. Dobló el periódico de tal forma que, por la mitad, cupiera en la mesa, entre los papeles, la taza de café y el paquete de los bollitos. Tosió y frunció el ceño, el posible asesinato de Pedro justo podría estar relacionado con la huelga, y no sólo él se había dado cuenta de esa conexión. Su vista siguió los aún húmedos titulares en tinta negra, y se hundió en la lectura del artículo que anunciaba: PEDRO JUSTO ASESINADO VILMENTE