Hace años leí sobre un programa que Paul Auster tuvo en la cadena de radio pública norteamericana, NPR, llamado «El Proyecto Nacional del Cuento». Auster salió al aire la primera noche y pidió a los oyentes norteamericanos que mandaran sus historias. Las únicas dos condiciones, les dijo, eran que éstas debían ser verdaderas y cortas. Lo que más le interesaba, les dijo, eran «historias que desafiaran nuestras expectativas del mundo, anécdotas que revelaran esas fuerzas misteriosas y desconocidas que influyen en nuestras vidas, en nuestras historias familiares, en nuestras mentes y cuerpos, en nuestras almas. Es decir, historias verdaderas que parecieran ficción». Se me ocurrió, entonces, una variante de la misma idea: convertirme en una especie de contador de historias de los demás. Al igual que lo haría un reportero o un periodista, estaría atento a historias que la gente me contara, historias en apariencia banales, inocuas, pequeñas e insignificantes. Y eso hice a lo largo del año 2009. Buscar y contar historias de otros, historias que yo iba recogiendo -en Guatemala, en México, en Iowa City, en La Habana, en La Rioja, en Ginebra- de la misma manera en que alguien, medio perdido, recoge piedras o pétalos o migas de pan. Algunas personas me las gritaron, otras me las susurraron, aun otras me las tartamudearon -pero siempre, cada una, con su propia elocuencia.