Acónitos, hospitalero, ribazo, palmatoria, saso, rejolas... Agua quieta es una fiesta del lenguaje, un libro para guardarlo en la recocina de la memoria. Conviven en él, en recóndita armonía, entre viaje y viaje, los sms con las carnicerías de caballo, recuerdos de cuando la gente moría de gangrena o se examinaba de reválida, con un casi tratado de botánica de la flora de Aragón y un catálogo de juegos de naipes. Lo cotidiano vestido de misterio, fantasía desnuda, Lanaja y los Monegros, rayos que entran por una ventana y salen por otra, uvas pisadas en septiembre y una abuela coqueta y vital que era una fiesta y una lección de vida para la niña y la mujer que era su nieta. Historias de familia que Cristina nos cuenta para ver de explicarnos -y explicarse, de paso-, en qué consiste eso que llamamos vida, por qué tenemos que cargar con ciertas cosas, quiénes somos, o nos gustaría ser, en realidad. Un hermoso libro para leerlo una tarde en el almendral del abuelo.