Luía A. no es un personaje de ficción, sino un ser de carne y hueso, aunque, eso sí, quiere permanecer en el anonimato. Este libro narra su vida desde su ya lejana infancia en la Argentina hasta los acontecimientos que le llevaron a las puertas de Francia, donde actualmente vive. Muy pronto dejó la casa paterna en Córdoba, al pie de la Sierra Grande. Su madre acababa de morir lejos de él, en una noche de tormenta, Era una india quechua y el único ser al que había amado en su joven existencia. Rechazó lo insoportable. Prefirió imaginarse que su madre había huido de la población para reunirse con su tribu en las montañas. Partió, pues, en su buscas. De esta forma se encontró en el camino de lo imposible, el único válido para esta clase de locos de la vida. Claro está, experimentó la omnipresente miseria de los niños desamparados. Luego, un buen día, el azar-que-no-existe quiso que encontrara al Chura, el guardián de las ruinas de Tiahuanaco, el hombre del "plumaje de zorro". El Chura era un brujo. Un Chamán. Le dio su enseñanza para lanzarlo después hacia otros parajes en búsqueda de piedras vivas y de las siete plumas del águila donde se hallan los siete secretos de la vida. Su vagabundeo fue largo extraño, atormentado. Otros maestros lo acogieron y guiaron: don Benito, el anciano Chipés, el padre Sebastián y algunas mujeres. Su camino fue un itinerario de tal naturaleza que cada encuentro, cada acontecimiento, incluso el más trivial, significaba un paso adelante hacia lo que da sabor, hacia lo que "hace que la vida no pase en vano" Puse por escrito lo que Luís A. me contó acerca de su aventurera existencia, y de sus aprendizajes. Al fin me dijo: "Ahora el viento se lleva nuestras palabras de la misma forma que lo arrastra todo consigo, polen, polvo hojas muertas. Si nuestras palabras son sólo polvo, que al polvo vuelvan. Si están vivas, que alimenten a la vida". Y se marchó dando una gran carcajada. El camino prosigue.