DE AQUELLOS RECUERDOS A ESTA REALIDAD En aquellos barrancos hoy vacíos y quietos, si aguzamos el oído de nuestra imaginación, escucharemos voces del pasado. A mí me ha ocurrido, y siempre lo he atribuido a ese duende que, agazapado entre malezas y ruinas, ejerce su hado sobre los que nos adentramos por aquella accidentada y enigmática geografía. Es el pulso de la historia el que late por doquier, el que nos penetra y nos empuja una y otra vez a visitarla y vivirla. Desde la primera vez, cuando aún era un jovenzuelo lleno de inquietud y curiosidad, la sierra me cautivó, me intrigó; y sus ruinosos castilletes, sus erguidas y fantasmales chimeneas, sus abismales pozos comenzaron a ilustrar un relato que pertenecía al acervo cultural de Cuevas y se venía trasmitiendo, en forma de epopeya oral, de generación en generación. Cuántas veces había oído repetir en el seno familiar aquel latiguillo con el que se iniciaban algunas narraciones de la historia popular: «En el tiempo de las minas...». Una época de esplendor social y económico, de inflexión histórica que modificó las actividades y hábitos seculares de una pequeña población en medio de ninguna parte, reposaba, vivaz y diáfana, en la memoria colectiva de mis mayores que, ahora, me la relataban envuelta en ese halo mítico y legendario que suele enmarcar los episodios infrecuentes y extraordinarios. Pero este sustento oral apenas saciaba mi voraz curiosidad, por ello recuerdo como maná caído del cielo unas fotocopias que gentilmente me preparó Anita Alarcón ?por entonces, en 1981, responsable de la biblioteca municipal? sobre «Cuevas» y «Almagrera», dos voces que se incluían en el Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España, de Pascual Madoz. Fue precisamente en esta monumental enciclopedia donde los relatos orales de mis parientes comenzaron a poblarse de nombres propios, de protagonistas de unos orígenes confusos, de sugerentes nombres de minas y fundiciones que hoy me son tan familiares que, a veces, me imagino junto al tío Perdigón y su cuadrilla en el Jaroso a punto de dar con el ansiado filón, o atravesando el patio de minerales de La Carmelita en medio de los perniciosos vapores metalíferos que exhalaban sus hornos. Es la magia de la Historia para quien, como yo, la disfruta y la estima sin cortapisas. Llegó el estío de 1984 y volví al terruño tras mi primer curso de Filología en la Universidad de Granada. Poco antes de finalizarlo, había llegado hasta mis manos una monografía titulada La minería en el Levante almeriense, 1838-1930. Especulación, industrialización y colonización económica, publicada en 1983 por un tal Andrés Sánchez Picón, del que después supe que era profesor de Historia en la vecina localidad de Vera. Tras una ojeada somera, tuve el suficiente temple para posponer su lectura hasta la llegada de las cercanas vacaciones, aunque ?lo confieso? estuve tentado de adentrarme en aquel relato en numerosas ocasiones durante los exámenes finales. Cuando llegó el momento, me entregué con avidez a aquel ejercicio de descubrimiento en el que los acontecimientos y sus protagonistas adquirían, por primera vez, orden en un universo histórico que hasta ese momento se había caracterizado por el dato aislado, inconexo, a veces, y equivocado, en otras. El profesor Sánchez Picón arrojaba luz sobre el desconcierto y nutría mis ambiciones intelectuales sobre aquella sierra de los prodigios que fue Almagrera en el siglo XIX. Desde entonces he devorado con entusiasmo su amplísima bibliografía, sobre todo su monumental La integración de la economía almeriense en el mercado mundial (1778-1936). Cambios económicos y negocios de exportación, publicado en 1992 como resultado de un titánico y excepcional trabajo de investigación para su tesis doctoral, el cual, a pesar de este arrope académico, cuenta con esa virtud divulgativa, tan poco frecuente, de quien utiliza el lenguaje con ritmo, claridad y amenidad. Otras perspectivas en el estudio de este apasionante argumento como las alumbradas por Miguel Ángel Pérez de Perceval a través de La minería almeriense contemporánea (1800-1930), de 1989; o la visión más costumbrista y etnográfica de Antonio Molina Sánchez en Cuevas: la tierra de la plata, publicado en 1991, han contribuido decisivamente al estudio que ahora, querido lector, tienes en tus manos, convirtiéndose en privilegiados yacimientos de saber sobre Almagrera y Herrerías a los que he recurrido con asiduidad y, por qué no decirlo, me han servido de orientación. Con aquellos antecedentes y estas lecturas fui forjando, hace ya unos cuantos años, la idea de acometer un recorrido por la historia de los cotos mineros cuevanos, añadiendo a lo desvelado por mis predecesores otros asuntos, datos y consideraciones que habían permanecido al margen del proceso investigador. Me sumergí en la prensa nacional que convivió con el descubrimiento de la plata y se hizo eco de aquellos primeros tiempos de desmesura y especulación, y lo hice de un modo exhaustivo. Afronté la consulta sistemática de publicaciones periódicas especializadas en minería, como Anales de Minas o Revista Minera, que me aportaron un caudal casi inagotable de novedosas y trascendentes informaciones. Me adentré, con detenimiento y meticulosidad, en los inabordables contenidos de la prensa local cuevana, especialmente El Minero de Almagrera. Y en esta labor paciente y, a veces, poco gratificante de consulta y revisión he contado con la ayuda, inestimable y siempre eficiente, de mi amigo y profesor Carlos Herguido, un profundo conocedor de la geografía y el pasado de Almagrera y Herrerías que en todo momento me brindó su colaboración. De su estudio Apuntes y documentos sobre Enrique y Luis Siret. Ingenieros y arqueólogos, publicado en 1994, es también deudor éste que estás a punto de descubrir. Fuentes archivísticas se me han desvelado como inagotables suministradoras de documentación ignota y relevante sobre nuestra sierra y los procesos humanos que en ella tuvieron lugar. Me refiero al Archivo Municipal de Vera, cuyos expedientes judiciales atesoran todas esas miserias humanas surgidas de la codicia y el enfrentamiento de los primeros tiempos de colonización y explotación, alumbrando otros aspectos mucho más útiles sobre los orígenes de la actividad minera y su posterior desarrollo. A su responsable, Manuel Caparrós Perales, agradezco su amabilidad, su competencia y su guía por un mar de legajos aún no catalogados. Del Archivo Municipal de Cuevas del Almanzora han surgido datos muy novedosos para nuestros intereses, tanto que, entre otras cosas, documentan una actividad minera en la zona tres décadas antes del famoso hallazgo de 1838. Para Antonia Salcedo, su eficaz responsable, sólo se me ocurren palabras de agradecimiento por haber sabido allanar el camino en mi labor de indagación. Y me he zambullido con deleite e infinita curiosidad en la bibliografía de época; en los abundantes informes y memorias que redactaron, casi con carácter sumarial, los ingenieros que visitaban o dirigían las explotaciones. Las observaciones y conclusiones extraídas por Joaquín Ezquerra del Bayo, Lucas de Aldana, José de Monasterio, Ramón Pellico, Antonio de Falces, Paul Colson, Rafael Souviron o Juan Pié y Allué, entre otros; así como las apreciaciones de los extranjeros Pernollet, Saglio o Delamarre me han aportado testimonios de primerísima mano, indispensables para pincelar este fresco sobre un proceso histórico preñado de dinamismo, de cambios constantes, de vida... Tampoco he querido dejar de lado todo ese compendio documental aún conservado que generó la propia actividad minera: protocolos notariales de constitución, libros de actas de las sociedades, estatutos, reglamentos, libros de matrícula, tablas de producción, correspondencia y una larga lista de referencias originales que sustentan esta investigación. A pesar de lo mucho que por desgracia se ha destruido, los últimos tiempos han mutado la tendencia y alguna documentación esencial para la historia de la minería local y provincial ha comenzado a salvarse de la destrucción y del olvido. Una buena nueva relativamente reciente fue la donación al Ayuntamiento de Cuevas del Almanzora del legado documental de la familia Soler Bernabé; de su riquísima y variada composición he tenido el privilegio de servirme durante la elaboración de esta monografía. No debería el consistorio cuevano abandonar aquella idea que, con motivo de esta donación, barajó hace unos tres años sobre la creación de un centro expositivo ?museo o centro de interpretación? que tuviese en la minería de Almagrera y Herrerías su argumento primordial: los hechos acontecidos y su peso sobre la trayectoria histórica de nuestra provincia lo merecen. Pese al dominio avasallador del texto escrito en una obra de estas características, no he querido descuidar en ningún momento la ilustración del mismo, de ahí que haya buscado elementos gráficos que respondan a una doble finalidad: oportuno apoyo visual y equilibrio en el diseño. Para alcanzar este último objetivo, he seleccionado un conjunto de grabados de época sobre actividades mineras o metalúrgicas que acompasan la apertura de los distintos capítulos y apéndices: los dos tomos de Elementos prácticos de explotación (1843), de C. L. Brard; Un voyage aux mines de Cornouailles (1862), de M. L. Simonin; y la Enciclopedia de Historia Natural, de C. S. Gras y Compañía Editores han sido las fuentes. Estas dos últimas referencias pertenecen a la portentosa colección particular del cartagenero Manuel L. Morales García, de cuya generosidad también me he aprovechado para traer hasta mi obra los dos maravillosos planos de Almagrera (Madariaga, 1842; y Heredia, 1842) y otra joya que representa el socavón de desagüe proyectado por Ezquerra en 1843. Otras valiosas fotografías y los dos documentos reproducidos en el «Apéndice IV» completan su inestimable aportación, por lo que le reiteró aquí mi agradecimiento. Del Fondo Cultural Espín, de Lorca, y de la Hemeroteca Sofía Moreno, de Almería, proceden las magníficas fotografías panorámicas capturadas por el prestigioso fotógrafo lorquino José Rodrigo hacia 1875 y que ahora otorgan indudable categoría a este estudio. Aún recuerdo aquellas jornadas invernales de 2007 que pasamos, en el Fondo Espín, Juan Grima, Emilio Aramburu y yo escaneando a alta resolución el tesoro gráfico del lorquino. O el más reciente viaje a Almería con Carlos Herguido, el fotógrafo José Guerrero y el profesor Pedro Perales para copiar otras imágenes del mismo fotógrafo que allí se custodian; a este último quiero expresarle lo mucho que le agradezco el dilatado tiempo dedicado con esmero a la corrección de este texto. Son muchas más las aportaciones gráficas y documentales que escrupulosamente se reconocen al pie de cada ilustración; no obstante, me gustaría destacar aquí la amable y constante disposición de mi amigo Emilio García Campra, quien me iluminó algún que otro dato esencial en los precedentes de la minería surgida a partir de 1838; o el interés demostrado por el joven Juan Morillas, de Herrerías, en el progreso de este estudio. Tampoco quisiera olvidar la actitud generosa del ingeniero de minas Joaquín Burkhalter, quien puso a mi disposición, con inusual desprendimiento, su estudio inédito sobre la minería en la comarca del Levante almeriense. El impulso y apoyo recibidos por parte del editor Juan Grima para que este proyecto se materialice no podría tener más respuesta que mi más sincera gratitud, máxime en unos tiempos tan complicados para sacar adelante empresas de esta naturaleza. En Matías Gómez Cervellera, presidente de la SAT de Los Guiraos, encontré, otra vez y ya van muchas, un interés y un sostén económico que han contribuido a que esta historia llegue hasta vosotros; gracias de nuevo. Baltasar Viudez, de Cuevas Bio, me demostró su afinidad con este proyecto, haciéndola patente a través de una aportación económica que agradezco. Y me resta expresar al profesor Sánchez Picón, que tanto me ha enseñado a través de sus estudios y de nuestras conversaciones, la satisfacción que me produce contar con sus acertadas y emotivas palabras al comienzo de esta monografía: resultan un lujoso pórtico que indudablemente concede crédito y prestigio a esta investigación.