Cada día, la prensa y los medios de comunicación nos ofrecen una imagen desastrosa de nuestros sistemas educativos: supuesto aumento del fracaso escolar, aumento de la violencia en los centros escolares, profesores sometidos a presiones antes desconocidas. Paradójicamente, en los últimos años del siglo XX, los sistemas educativos de los países más desarrollados cruzaron una nueva frontera marcada por la escolarización real, sin exclusiones, del cien por cien de los niños en la educación primaria, y, además, por un aumento imparable de las tasas de escolarización en secundaria, por la incorporación igualitaria de las mujeres a la universidad y la aparición del concepto de integración educativa. Por primera vez en la historia, nuestros sistemas educativos se plantean ir más allá de la enseñanza para ofrecer educación. Estos cambios revolucionarios,sólo comparables a la creación de la escuela en el Antiguo Egipto y a la organización del primer sistema educativo en la Prusia del siglo XVIII, no están exentos de problemas y contradicciones, ya que se producen en una nueva sociedad del conocimiento, marcada por la aceleración del cambio social, y en la que la relación entre educación y avance económico impulsa una explosión científica y tecnológica en los países más desarrollados que ahonda las distancias respecto al Tercer Mundo. Las naciones que no sean capaces de superar las nuevas dificultades y de reorganizar sus sistemas educativos para responder al desafío de esta tercera revolución educativa no tienen más alternativa, a medio plazo, que afrontar su decadencia.