¿Tenían conciencia los europeos que vivían en el período que J. H. Elliott estudia del drama en que se hallaban implicados? En la segunda mitad del siglo XVI las líneas divisorias de Europa estaban netamente marcadas: las guerras religiosas y las guerras civiles dificultaban la mutua comprensión en los cuatro puntos cardinales. La superpoblación, con la consiguiente escasez de alimentos y de trabajo, había creado unas tensiones que la estructura social y política se mostraba incapaz de contener. Las clases pudientes hacían ostentación de sus derechos y privilegios; los desposeídos recurrían a la violencia: piratería y bandidaje, revuelta y rebelión. El colapso del consensus religioso emparejaba con la fortuita debilidad de muchas monarquías. Se acentuaba el conservadurismo político y social; surgían nacionalismos providenciales en la católica España y en la Inglaterra protestante; brotaba una asfixiante ortodoxia, engendrada por la controversia religiosa. Algo le impelía, no obstante, a Europa a mantenerse unida: el peligro turco. Y algo comenzaba también a perfilarse: la posibilidad de entendimiento entre culturas y creencias diversas.