El poco común sol inglés brillaba sobre ella de tal manera, que cerró los ojos e inclinó la cabeza hacia atrás para dejar que calentara su rostro. El aroma de las hierbas y de las flores de los manzanos perfumaba el aire. No todo era malo en Inglaterra, decidió. Quizás pudiera casarse con un inglés algún día, un hombre como el que había entrado a caballo en Lonsdale esa mañana. Abrió los ojos y volvió al trabajo con energías renovadas. Ella no era una doncella inglesa consentida que pudiera andar holgazaneando por el jardín, aunque su cabeza estuviera llena de fantasiosas ideas. Desde que había visto al barón de Montague entrando a caballo en la fortaleza, se había pasado una buena parte del día intentando olvidarlo.
Su curiosidad la había metido en problemas otra vez. Sus pensamientos no la acosarían si esa mañana se hubiera ocupado de sus tareas como debería haber hecho. Pero había oído hablar tanto del barón de Montague que deseaba verlo aunque fuera sólo un momento. Por todo lo que había oído explicar a su tío sobre el ilustre visitante, Claudia esperaba encontrarse con un hombre de mediana edad, gordo y lleno de joyas. Sin embargo, el barón de Montague no debía de tener más de treinta años. La armadura seguramente lo hacía parecer más imponente de lo que sería sin ella. Pero, cuando se quitó el yelmo, Claudia se dio cuenta de que la armadura no era más que el reflejo de lo que se escondía bajo ella. Incluso desde la distancia a la que se encontraba, sabía que era el hombre más apuesto que había visto en su vida.