Quizá Cioran (1911-1995) -en palabras de Saint-John Perse, «el mayor prosador de la lengua francesa desde Paul Valéry»- sea uno de los escritores y pensadores más controvertidos del siglo XX, no ya por la naturaleza de sus reflexiones, sino por la contundencia de las mismas. Lector voraz de Schopenhauer, Nietzsche, y también de Heidegger, Simmel o Weininger, a los diecisiete años se inscribe en la facultad de Filosofía de Bucarest. Sufre importantes crisis de insomnio y pasa las noches sin dormir alternando entre la biblioteca y el burdel, en compañía de los pordioseros y de las prostitutas, con los cuales le gustaba charlar. Fue compañero de universidad de Ionesco y Eliade, con quienes forjó una amistad que duraría toda la vida. Tras una juventud de activismo político, se marchará a París, ciudad en la que mantuvo, durante muchos años, una existencia errática, sin hogar fijo y vagando de pensión en pensión. Emil Cioran sabía que la vida era trigo sucio, pero en lugar de hacer lo que hacemos todos, es decir, callar y pensar que, bueno, que en fin, que ajo y agua, él lo dijo, lo escribió, lo denunció, se encaró con la vida, le cantó las cuarenta a la vida, legándonos una obra transida de lucidez, desenfado y clarividencia. Frente a tantos pensadores útiles, ¿de qué sirve leer a Cioran, tan nihilista, tan en desacuerdo con la existencia? Entre otras muchas cosas, sirve para recordarnos que ningún filósofo nos saca de una verdadera encrucijada vital: para quien está negado para la felicidad, no hay sabiduría que valga. Podemos encontrar sus obras editadas, pero en cambio apenas existen trabajos que indaguen en las entrañas de su pensamiento, y precisamente ahí es donde reside el logro principal de este Cioran. Manual de antiayuda. Con abundantes guiños humorísticos y con una magistral aprehensión de las ideas, Alberto Domínguez nos propone un singular acercamiento a la obra de Cioran, logrando que el lector penetre con jovialidad en un pensar audaz, perturbador y siempre sugestivo. Y no solo eso: la ironía y la crítica acerca de las grandes flaquezas de nuestra civilización vertebran un texto que aspira a cumplir una de las máximas de nuestro autor, la de que «solo se deberían escribir libros para decir cosas que uno no se atrevería a confiar a nadie».