Bob Dylan estaba afligido cuando llamó a Patty Smith desde California para decirle que Edie Sedwick había muerto. Edie había sido su musa durante un tiempo, una musa etérea, demasiado intangible para casarse con ella. Y le pidió a Patty que escribiera un poema en su memoria. Edie era un terremoto, una musa moderna, una heroína que no salía de casa sin haberse puesto unas grandes pestañas postizas y haber elevado su cerebro a la categoría de fase crítica. No era como aquellas musas de la antigua Grecia que se ponían una máscara para simular la tragedia y vivían rodeadas de racimos de uvas y lechos de pétalos, como estatuas en un jardín. Edie fue también una de las musas de Andy Warhol. Sólo le llevaba quince años a Nancy Spungen, la musa de Sid Vicious, otra inspiradora víctima de las drogas y el rock and roll. Once musas, once vidas apasionantes, once mujeres capaces de encender la chispa del amor y convertirla en una obra de arte, Isabel Colbrán, Yoko Ono, Gala, Mia Farrow, Misia Sert, Saskia, la duquesa de Alba, Clara Wieck, Lou Andreas-Salomé... y sus personajes, Goya, Rembrandt, Nietzsche, Rossini, Schumann, Frank Sinatra, Woody Allen, John Lennon, Dalí... como si el mundo careciera de los colores, la música y las ideas que ellos están dispuestos a crear para satisfacer a las mujeres que amaron para siempre.