En la primera semana de diciembre de 1979, la Junta de Valoración de Películas del Ministerio de Cultura asiste a la proyección de la película El crimen de Cuenca. Es un puro trámite para obtener la licencia de exhibición y la clasificación por edades, pues la censura ha desaparecido hace dos años. Sin embargo, en este caso, los vocales de la junta quedan sobrecogidos al ver en la pantalla unas espeluznantes imágenes de tortura, las cuales, por si fuera poco, son obra de la Guardia Civil. Miembros de la Benemérita, en efecto, cuelgan a un detenido por los testículos, clavan astillas de madera en las uñas de otro, arrancan un bigote con unas tenazas o golpean con saña a los que están bajo su custodia. Estos malos tratos son reales. Los sufrieron en 1913 dos campesinos para confesar un asesinato que nunca cometieron. Pero el problema no es la dureza de las escenas. Eso se castiga dando a la película la clasificación «S», la categoría propia del porno blando y del cine muy violento. El dilema es: ¿De qué trata El crimen de Cuenca? ¿De las torturas que la Guardia Civil cometió en 1913 o de las que perpetra en ese momento, 1979, contra terroristas y delincuentes? Es así como, durante veinte meses, el escándalo de El crimen de Cuenca interfiere continuamente en la agenda política de aquel momento a la vez que los acontecimientos del país posponen una y otra vez el estreno de la película. Cuando finalmente se fija una fecha para su exhibición las amenazas de bomba de la ultraderecha obligan a la policía a adoptar fuertes medidas de seguridad para proteger a los espectadores. Estos, lejos de amedrentarse, forman grandes colas para ver la película prohibida por la censura cuando ya no había censura.