El narrador de este relato es Ricardo López Marín, un voluntarioso opositor que intenta, desde hace tiempo y sin demasiada fortuna, obtener un empleo público. La trama de letras canallas arranca justo en la última tentativa de esta porfía, cuando el protagonista oposita para convertirse en corrector de estilo en un parlamento autonómico. En el transcurso de los exámenes sufre en sus propias carnes, inesperadamente y contra toda lógica, la rebelión del discurso sobre el que versa su ejercicio. Desde ese instante su vida adquiere una frenética pulsión, más propia de los avatares de un investigador privado, que de la insulsa existencia de un infeliz licenciado sin trabajo que comparte con sus padres la portería de un vetusto edificio en una capital de provincias. Se halla el lector ante una desventura quijoteesca que parodia por momentos la serie negra y que urde con humor algunos sueños inalcanzables y ciertas peripecias esperpénticas. Pero el libro también es una alegoría del oficio de escritor, de esa tarea de todo hombre tomado por las letras de tal modo que hasta su voluntad fuerzan. Letras canallas que nos condenan y nos salvan.