«No voy a marcharme nunca de aquí, no podría vivir lejos de Maraguí». Irene era Maraguí; aunque Maraguí no hubiese sido Irene siempre. Por eso, cuando Irene Aguirre desapareció una lluviosa noche del verano de 1986 sin llevarse dinero o documentación alguna, sin motivo conocido y dejando como único rastro un anillo y una medalla encontrados entre el fango de un peligroso pantano que ya se había cobrado la vida de otros en el pasado, su familia decidió cerrar Maraguí, la mansión en la que vivían desde generaciones, y alejarse de ella como si también hubiera sido tragada por las oscuras aguas. Obligar a Maraguí a no pasar por aquel luto habría sido injuriarla. Y esa casa tan majestuosa estaba hecha para la felicidad o el dolor; pero no para soportar injurias. Así habría permanecido ya para siempre Maraguí, si no hubiese sido porque, diecisiete años después de aquella noche lluviosa del verano de 1986, un detective se decidió a realizar una llamada de teléfono que comenzó con cinco palabras: -Señor Aguirre, la he encontrado.