La trinidad de poderes -el legislativo, el ejecutivo y el judicial, por este orden- se tiene como pieza clave del constitucionalismo prácticamente desde su inicio. No obstante, ni nació como el elemento principal ni ha dejado de plantear problemas de ajuste con el mismo desde el propio arranque. El componente básico no es otro que el del registro y la garantía de los derechos, en cuya función y a cuyo servicio se concibe la tríada de los poderes. Poderes y derechos, derechos y poderes, resultan una pareja bastante mal avenida en la trayectoria del sistema constitucional, bien al contrario de lo que todavía suele presumirse dentro del campo constitucionalista. En las diversas modalidades del constitucionalismo, a la hora de la verdad de la puesta en práctica, los poderes y no los derechos han tendido a prevalecer desde un primer momento. «El Orden de los Poderes» afronta el problema desde la ilusión de unos orígenes doctrinales y la fascinación de unas primeras experiencias prácticas. Nada engaña si se mira con atención y de cerca. Desde un principio el constitucionalismo precisa dotarse de poderes más allá e incluso a espaldas de lo que pudiera interesar a la garantía de derechos porque está excluyendo sin reconocimiento e incluyendo sin consentimiento. Unas discriminaciones de diverso tipo -el no europeo, la mujer, el trabajador no propietario, etc.- pueden explicar dicha necesidad de unos poderes que no ceden a medida que van sucediéndose incorporaciones, al no producirse éstas nunca en igualdad de condiciones. Siguen siendo necesarios los poderes de institución exorbitantes para los derechos de libertad. He ahí en suma la historia que esta publicación contempla.