El límite que impone la orilla es nuestra primera inocencia como sujetos de una edad prolongada, que va tomando nombres prestados a la omnipotente mater societas. Esta primera identidad poética, por quererse trascendente, corresponde a la juventud, donde nos caracterizan por permanecer en nuestro lado, en nuestra orilla. La visión del otro es la mirada del frente; la imagen mezclada de nuestro propio reflejo. Y como postura vital se nos promueve acorazar nuestro emplazamiewnto, repitiendo incansablemente señas de presencia y resistencia. El disfrute de ese mundo frontal se vive desde plataformas con opuesto dueño, que recuperan su sentido central, más en un retorno fiel a su posición inicial que por sus logros de ida y vuelta. La relación frontal nos permite gozar del límite que reencuentra; del deseo que coincide en un territorio intermedio; de la ilusión de igualar dos pasiones encalladas en una llama pseudo-gemela. La juventud poética nos instala en una perenne sintonía dual donde aprendemos a repararnos por los finales, por las aristas recién estrenadas, comprobando nuestra figura inalterada, La recomposición del lugar en el límite nos parece la razón más profunda del existir, desatendiendo la temporalidad del transcurso que nos toca. Pero entonces, las orillas son en realidad la orilla, el comienzo de una aventura esencial, que en otras edades presentirá otros bordes. Aunque el placer nos haya invadido la costa, comenzamos a adivinar un anhelo de centro a compartir..., un territorio transcendido.