Tom Birkin, superviviente de la Primera Guerra Mundial, "con los nervios destrozados, abandonado por su esposa, sin blanca", acude al pueblecito de Oxgodby con el encargo de restaurar un mural medieval en la parroquia. Cabría esperar que esta labor de restauración se extendiese a su propia personalidad estragada, y que el apacible medio rural al que se ha trasladado fuese el escenario más adecuado para ello. Birkin, no obstante, es un hombre de su tiempo: dotado de una autoconsciencia excesiva, la lucidez y la consiguiente ironía filtran sus impresiones y crean un estado de alma en el que la asunción de un modo de vida más digno y humano parece posible, pero obligaría a importantes renuncias. En algún momento, no obstante, al cabo de ese mágico mes en el campo, Birkin parece haber alcanzado el necesario punto de equilibrio entre el nihilismo del superviviente y la renacida fe en la vida de quien atisba la posibilidad del amor, la sociabilidad y el sentimiento del paisaje y la Historia.